El sábado pasado comenzaron los ritos para el entierro de mi madre. Fue un inicio fuera del guión de las exequias, pero cualquier guión se disloca cuando las exequias se postergan 35 años. “¿Quién hizo la reducción?”, preguntó, por ejemplo, el empleado del cementerio donde finalmente será inhumada. “El tiempo”, contestamos casi a coro mi hija y yo frente a su mirada atónita mientras mi prima, que nos acompañaba, emitía una breve carcajada. El hombre insistió: “¿Qué cochería la trae?”, “ninguna, vendrá en su urna, montada en un camión y esperamos que acompañada por música y banderas”. No tiene caso describir el resto de la conversación, tal vez lo más destacable sea la insistencia del empleado en que nosotras no podíamos transportar restos, que para eso necesitábamos un pase, un documento. Los huesos de mi madre, también desde la burocracia del Estado, exigen una identidad, un documento. Otras conversaciones como ésta se fueron dando en la semana. Mientras escribo mi hija me llama y me cuenta que había habido una discusión en su trabajo sobre la pertinencia de la música en el entierro, no era una fiesta, decía, justamente, el encargado de poner música. Sí, también podría ser una fiesta, decía ella, al fin y al cabo recuperamos esos huesos amados para rodearlos del amor y el honor que no tuvo cuando fue enterrada como NN en un cementerio de la provincia de Buenos Aires, exhumada y vuelta a inhumar sin más ritos que una bolsa negra con un número asignado en la que se mezclaron los huesos de quienes habían encontrado la misma muerte clandestina